Ojala hubieran curas así en los barrios, en las iglesias, en la escuelas, diciendo que la palabra de Cisto es igualdad y no caridad. Que la lucha está es con los de abajo, con el pueblo que sufre. Que la palabra de Cristo se encarna no sólo en el templo, sino trabajando con la gente. Javier Giraldo, luchando desde la comunidad de San José de Apartado.
Habla en entrevista Javier Giraldo
Mientras en Colombia continúan las muertes violentas de opositores al gobierno, el presidente Álvaro Uribe trabaja por la “legalización” de los paramilitares, cuyos vínculos con militares y políticos están siendo probados en los tribunales y cuyos crímenes siguen siendo la causa principal del desplazamiento interno y del exilio de los colombianos. El defensor de derechos humanos Javier Giraldo, sacerdote jesuita y ganador del III Premio Juan María Bandrés, en 2003, sigue luchando por los derechos de las víctimas de la violencia, en especial de los más de tres millones de personas desplazadas.
Tras décadas de crímenes, se van haciendo públicas las complicidades entre paramilitares y militares y políticos colombianos. Pero también avanzan los proyectos para “normalizar” a estos paramilitares e impedir que sean juzgados por delitos atroces, como si todo pudiera quedar en un “escándalo” más que el país puede sortear. ¿Hacia dónde puede ir este proceso paradójico?
Al reconstruir la historia del paramilitarismo en Colombia para entrever su futuro, se descubre una estrategia tan inteligente como perversa de dominación, con una primera fase de grandes masacres y desplazamientos, que luego se ha afianzado con el control de las estructuras de organización y poder y siempre con un poderío económico monstruoso que se va legalizando hasta poder comprar el Estado. Tal estrategia dosifica la violencia según sus necesidades. Incluso llega un momento en el que la disminución de violencia sirve para sortear la censura internacional producida por la monstruosidad de sus crímenes.
Ahora, la impunidad que le brinda Uribe al paramilitarismo quiere permitir un acceso ya legal al control del Estado por la vía electoral. En esta fase actual de “legalización” se supone que han tejido tupidas redes de relaciones con la clase política tradicional y emergente, particularmente con el Parlamento, la fuerza pública, el poder judicial, los partidos políticos y los medios masivos de información, todo mediado por su descomunal poderío económico, lo que hace que el “escándalo” que ayuda a exorcizar el pasado sea manejable. Ojalá me equivocara, pero el futuro previsible a cuatro o cinco años es el de un dominio legalizado de paramilitares de corbata ya plenamente cooptados por la sociedad y que pueden expresarse a través de los mass media.
Hay un desconocimiento de la inmensa gravedad de las violaciones de derechos humanos en Colombia. ¿Cuál debe ser en estos momentos el papel de la comunidad internacional y en particular de unos gobiernos europeos que parecen moverse en la ambigüedad respecto al gobierno de Uribe?
Es muy triste y preocupante que la verdad de nuestra tragedia sea ignorada casi universalmente. Pero no creo que los gobiernos europeos, como tampoco los norteamericanos, ignoren lo que ocurre. Tampoco lo ignoran las grandes agencias de prensa. Es un problema de voluntad y principios éticos, de que la “opinión pública” mundial está regulada por enormes conglomerados económicos para los que la “verdad” es una mercancía. Los enormes negocios de los capitales transnacionales en Colombia bloquean la denuncia del régimen que les abre sus puertas y les garantiza sus transacciones. La población consciente y solidaria es cada vez más pequeña, pero a la vez más rica en humanidad. Admiro profundamente a las organizaciones humanitarias, a las asociaciones y personas solidarias que denuncian nuestra tragedia.
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